Ando pensando en una forma de celebrar el fin de año como a mí me guste, que sea algo bonito e inolvidable para mis hijos, crear una tradición familiar. No han leído mal, he dicho celebrar el fin de año, porque al Año Nuevo no lo conocemos aún y necesito que el que ha pasado se vaya de una vez.
Ha hecho honor a su fama de gafe el 13, y se ha llevado por delante a muchas personas cercanas a mí, tantas como seis, convirtiendo las visitas al tanatorio de turno en una triste costumbre.
Ya, ya, toca hacer balance. En el haber de lo positivo, principalmente, el nacimiento del último sobrinito. Eso sí es motivo de alegría.
De momento no me tiren más de la lengua, que soy optimista de nacimiento y me chafarán el post.
Hablaba al principio de la tradición: la costumbre en España consiste en gastarse un dineral cenando en un lugar atestado de gente vestida de lentejuelas y, luego, baile, bebiendo como si no hubiera mañana (que lo hay, son memorables las resacas del día 1 de enero viendo el salto de esquí recién levantado a mediodía). El año que me quedé embarazada, con el cuento de que había nevado mucho, había hielo por todas partes y yo tenía miedo de resbalar y romperme la crisma y perder el bebé, dejamos de salir fuera para celebrar el Año Nuevo. Era mucho más soso, pero como en la fecha de hoy celebramos también el principio de nuestro noviazgo (felicidades, cariño), pues nada, la celebración era más íntima. El primer fin de año de mi bebé estaba con lactancia materna, así que no bebí nada. El segundo año tampoco. Bueno, casi. Diré que se me complicó, que yo no quería beber tanto, pero a Marido no le gusta el champagne, y estaba tan fresquito. No me extenderé, pero esa fue la causa de mi primera y única rescaca con niños, y la última vez que bebí de más.
Luego está lo de las uvas de la suerte. Para empezar, no es verdad que traiga mala suerte no comer uvas en Nochevieja. En serio. Se habría extinguido la vida más allá de los Pirineos. Es una costumbre que nació a partir de un sobrante de cosecha de uvas. Punto.
¿Y si fuera verdad? Pues nada, toda mi vida poniéndo platitos para las uvas, contando doce y luego dejando una masa informe de uva sin piel ni pepitas porque a todos nos molestan. Peor aún, mi marido detesta las uvas, se las come con cara de asco y empieza el año con cara de asco.
Pues se acabó.
De todas las costumbres me voy a quedar con una: esperar a las 12 para asegurarme de que se marcha, ya saben, a enemigo que huye, puente de plata. Leí en algún lugar una idea que voy a adoptar para mi familia: escribir en un papel un deseo para el 2014, y colgarlo en el árbol. La Nochevieja siguiente se abre el sobre y se descubre ante los demás ese deseo. Otra costumbre que voy a instaurar, más que otra cosa, para hacer tiempo para no quedarnos dormidos a las 10, es ir al cine con los niños por la tarde. Sigo pensando en un menú apañao pero ligerito. Las lentejas que se comen en Italia me parecen demasiado, la verdad.
Mi deseo para este Año va a ser difícil de sintetizar, hay muchas cosas que me gustaría que pasaran, algunas de ellas, bien complicadas de explicar.
Y a ustedes, les deseo felicidad. Así. Desde ahora hasta el infinito. Hagan lo que hagan, que sepan darle la vuelta y ver la cara amable de la vida. No se hagan daño a sí mismos y no lastimen a los demás. Dejen los juegos psicológicos y las adivinanzas: si necesitan un abrazo, abracen ustedes primero. Cómprense algo que les dé alegría si pueden permitírselo y, si pueden, compártanlo, les va a saber mucho mejor. Y aprendan a quererse y a repetarse, es el primer paso para conseguir el respeto y el amor de los demás.