Me ha costado mucho encontrar la serenidad que necesitaba para poder contaros lo que me pasó el día del libro. No estoy segura de tener un vocabulario de sentimientos suficiente, pero trataré de compartirlo con vosotros.
Una escuela de primaria de una población de la provincia de Barcelona me pide una colaboración para explicar a niños de quinto y sexto mi libro Magdalenas con problemas. Decido con las tutoras que vamos a hacer una sesión en la que las preguntas de los alumnos me servirán para profundizar en el tema del acoso escolar. Pero, advierto, no soy más que madre, enfemera, dietista, escritora, si me apuran, incluso bloguera, pero no soy psicóloga ni experta en el tema, más allá de la documentación que utilicé para escribir el libro.
En cuanto llegué a la escuela me avisan, los de quinto, de ambas líneas, eran... bueno, moviditos. Así lo comprendí cuando oí su trote desbocado por las escaleras. A pesar de ello, se sentaron respetuosos y saludaron con cortesía generosa al entrar en la biblioteca.
Me parecieron todos deliciosos, me recordaban a mi hijo mayor, que es de su edad. Les estudié en su infancia que ya parecía dura, aún sin saber nada de ellos. Intuición de gato escaldado, supongo.
Empecé presentándome, como madre, como enfermera, como escritora. Sobre todo, madre. La madre angustiada por aquella manía de los chicos que no cuentan los problemas que les surgen en su recién estrenada libertad y con su mínima experiencia en el caminar por la vida. Defino acoso escolar distinguiéndolo de enfrentamiento entre dos iguales y empiezo a responder a sus preguntas. Muy interesantes.
Que si pienso que a muchos niños les pasa lo que a Pablo. Sí, por eso escribo el libro, para ayudar.
Que si es una experiencia personal. No pero podría.
Que por qué se llaman hienas... ¿Acaso en la selva existe un animal más despreciable? Veo de reojo a una profesora asintiendo con la cabeza.
A medida que avanza el interrogatorio se van caldeando los ánimos y empiezan a nacer reproches y quejas de víctimas, surgen dedos acusadores y los culpables -el juicio exprés de profesores y compañeros me dice que lo son- disparan las alarmas en mi interior, las que me dicen que el dolor y el miedo están ahí, al acecho.
Es el momento de pasar a la acción y decido meter el dedo en la llaga: pido a todos que cierren los ojos y miren hacia adentro. No saben ni siquiera a qué me refiero, un ganso me pone unos grimosos ojos en blanco y me aguanto las ganas de darle una colleja.
- Quiero que tratéis de recordar si en algún momento algún compañero os ha hecho sentir mal, os ha causado angustia, bien por violencia, insultos, rechazo,
Observo sus rostros, la mayoría parece hacer la introspección que le pido. Otros se despistan, otros ríen por lo bajinis. Los de la fila de atrás. Esos son el objeto de la segunda parte del ejercicio que les pido.
- Ahora quiero que cada un de vosotros haga un ejercicio de sinceridad y piense si cree que ha hecho sentir mal a alguien por lo que ha dicho o hecho.
Se cambian las tornas, los que antes se reían por lo bajinis ahora se dividen en dos grupos: los arrepentidos y los que se sienten orgullosos, los de la fila de atrás de nuevo.
A pesar de mi advertencia sobre mi falta de formación, las maestras se agarran con fuerza al clavo ardiendo de mi presencia y me piden soluciones para combatirles. Bien, aprovechamos el carácter carroñero y miserable y tracemos la línea: Tú, ¿qué quieres ser, hiena o un chico normal? El acoso suele acabar cuando los espectadores dejan de ponerse de perfil o del lado de los malos y defienden a la víctima.
Cuando ya parece todo en calma, se me ocurre ofrecer a todos la posibilidad de exponer a sus compañeros lo que les plazca. Un chico se levanta. No entiendo nada. Quiero decir, estaba hablando de los que se autoacusan de haber causado mal, pero él no me cuadra en el perfil imaginario que yo me hago sobre ellos.
Me fijo en su pelo rubio, en sus ojos azules, en sus mofletes que inmediatamente imagino mordisqueados por una madre apasionada como yo. Y él empieza a hablar. Me siento medio mareada, entre la emoción, el rato que llevo hablando seguido, la tensión que se ha acumulado en la sala. Tensión. Se siente el palpitar de sus corazones en sus gargantas, lo juro.
Y ese chico junto a mí, articulando la serie de palabras más dolorosa que una madre, aunque no sea la suya, puede imaginar. Cuenta que una vez hizo algo, cursaba segundo:
- Desde entonces, me molestaban todos los días, y se reían de mi. Me hacían sentir tan mal, que yo pensé incluso en cambiar de colegio...
El relato nos estaba dejando a todos los presentes un surco de compasión por aquel niño tan valiente y que tantísimo dolor había sufrido. Y no había terminado de contarnos, lo supe cuando su rostro enrojeció de sufrimiento, se llenaron sus ojos de lágrimas, y con ellos, los míos, los de las maestras, los de otros niños.
- ...incluso pensé en suicidarme.
Me rompí con el en mil pedazos. Por un instante, ese hijo de una madre a la que no conocía se convirtió en el mío y lloré con él, porque nada más podía ofrecerle que mi regazo.
Tratamos de reponernos para continuar, pero una grieta se había abierto bajo nuestros pies. Los acosadores fueron despojados de inmunidad, se les invitó a ser valientes como había sido su compañero (¡¡cuánto teníamos que aprender todos de él!!) y a hablar a todos de cómo creían que se sentían los demás al sufrir sus constantes agresiones.
Lo cierto es que algunos de ellos parecían niños enfermos de un mal difícil de curar: la falta de caridad, de compasión, de amor, de compañerismo, de empatía.
Agradezco a esa escuela que contara conmigo y auguro a esas maestras un final de curso apoteósico. Creo que van a poder presenciar cómo muchos de esos potrillos atemorizados van a convertirse en auténticos pura sangre. Porque la casta a la que pertenecen, lo es. Los que están predestinados a ser caballos salvajes tendrán que ser aislados del resto, quién sabe si la vida les dará un rival más fuerte que ellos y perezcan arrollados por la fuerza del mal, el mismo que ellos un día causaron.