Y nos ha recordado que la edad hasta la que uno no es responsable de los actos criminales cometidos acaba a los 14 años.
No sé si esta circunstancia fue la que impusló a una pandilla de mamarrachos de la población de Alpicat a cometer un acto vandálico contra un grupo de chicos y su profesora de catequesis.
No sé si, como esos otros, un grupito de chicos de etnia gitania de una clase de primero de ESO plantaron cara ayer a dos maestras dentro de la escuela. Según me contaban, uno de estos chavales, repetidor, eso sí, al que se sumaron tres más, quisieron terminar la clase cuando les vino en gana, la profesora trató de bloquearles la salida sujetando la puerta y esos cuatro hombretones -físicamente, claro- forcejearon en sentido contrario y lograron salir por fin. Por la tarde les vi, me los crucé por la calle y me estremecí. Vi lo grande de su cuerpo y lo escaso de su bondad y la protección que les da la manada, y supe que tendremos problemas.
La trágica noticia del chaval de la ballesta ha puesto en conocimiento de una legión de descerebrados de menos de 14 años que, hagan lo que hagan, no les va a pasar nada.
Que Dios nos asista.
“EL MUNDO”, viernes 24 de abril de 2015
HOMENAJE A UN PROFESOR HÉROE
Sr. Director:
Se llamaba Abel Martínez, pero eso a casi nadie le interesa. Era, según dicen, de Lérida y tenía 35 años. Trabajaba como profesor de Historia en un instituto de Barcelona y murió en acto de servicio. Cayó abatido a la puerta de su aula, cuando acudía a poner orden en un incidente escolar. Fue muerto (¿podré decir asesinado?) por un estudiante incontrolado del que lo sabemos casi todo y por el que todo el mundo –desde jueces a periodistas, pasando por psicólogos y políticos- está muy preocupado. Nadie sabe nada (ni importa, al parecer) de Abel y su familia, de sus padres o hermanos, de su novia o tal vez de sus hijos.
Era un profesor. Si hubiera sido un militar caído en lejanas tierras, habría ido a buscar su cadáver el ministro del ramo, se le habrían hecho honores de Estado y seguramente le habrían condecorado con distintivo rojo o amarillo, vaya usted a saber. Pero Abel era, simplemente, un profesor. Un profesor interino, para más inri. El primer docente muerto en las aulas en nuestro país no se merece el oprobioso silencio, el incomprensible ninguneo que le han dedicado los medios de comunicación. Así que solicito desde aquí que el próximo instituto que se inaugure en España lleve el nombre de Abel Martínez, y que se conceda al profesor leridano, a título póstumo, la Cruz de Alfonso X el Sabio.
Luis Azcárate Iriarte. Pamplona