Trabajaba todo el otoño en el campo, y cuando empezaban a asomar las primeras nieblas y heladas, la mayor parte de su trabajo consistía en cuidar de su familia, llenando infatigable la caldera de cáscara de almendra.
La cáscara de almendra se guardaba en el almacén, formando una montaña que los niños usábamos como tobogán, y escrutábamos en busca de algún cachito de fruta olvidada. Mi abuelo la cargaba con un sonido casi musical, en grandes palazos en su carretilla, y luego, repetía el movimiento rápido y seguro para llenar el pequeño infierno de la caldera, que calentaba toda la casa.
Toda la casa, no. En el segundo piso no vivía nadie. Allí ponía mi abuelo el tronco que nos regalaría a los niños los dulces que nos hacían tanta ilusión.
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Anem, fillet.
Yo le daba la manita y le acompañaba con una seriedad casi ritual, a alimentar al tronco,
la soca o tió, como le llamábamos nosotros.
Mi abuelo cargaba con un cubo lleno de mazorcas de maíz, todavía con su cáscara de piel ya seca, y le poníamos un abrevadero de barro cocido, de los que él usaba para los conejitos.
Las tardes empezaban a acortarse vertiginosamente, y una oscuridad temible se colaba por los cristales sin persiana, y una miserable bombilla colgando de un casquillo antiguo nos albergaba con una luz parca que poblaba de sombras la estancia. Pero yo no tenía miedo. La seguridad de la presencia de mi abuelo me acompañaba.
El tronco, que en casa de mi abuelo era un trozo de viga de madera, como de 70 cm de largo, estaba tapado con una vieja manta de cuadros,(había que protegerle del frío)descansaba sobre el suelo. Allí le dejábamos los manjares, consistentes en un par de mazorcas de maíz, tal vez unas patatas, agua, casi como si de un cerdito se tratara.
Después del acto solemne, bajábamos al calor de la casa, tal vez fuera ya la hora de la cena.
Con paciencia de pescador, a la mañana siguiente volvíamos a cerciorarnos de que el ¿estómago? del tronco se hubiera llenado. Y de forma mágica descubría atónita como aquél tronco había bebido todo el agua y había dejado la piña desgranada, y las mondas de las patatas... definitivamente ¡cagaría muchísimo!.
La víspera de Navidad, por la tarde, los niños de la casa, armados con cañas, y con un rollo de papel higiénico "Elefante" (¿lo recordáis? )
Le atizábamos sin piedad, cantándole el manido
Caga tió
Tió de Nadal
No caguis arengades, que són salades
Caga torrons, que són molt bons.
Repetíamos varias veces, entre las cuales nos mandaban a limpiar los palos o a rezar, y cuando volvíamos, más chucherías: cigarrillos de chocolate, duros de chocolate, piruletas y chicles Cheiw, a los que, sin duda, debo la cuadrada forma de mis mandíbulas.
Al final, por supuesto, lo más asqueroso: limpiar el trasero del tronco, que por aquél entonces había perdido todo su encanto de los días previos. Luego los niños corríamos a repartirnos el dulce botín, y los mayores sonreían complacidos por el ratito de felicidad que habían vivido.
Ya de mayor, acompañaba con la misma ilusión a mi abuelo, aunque ya había pillado el truco del asunto, y dejaba que siguiera alimentando el tronco para mí, y compartir las sombras de esa habitación en su compañía.