Los abrazos necesitan empatía, comprensión, dedicación plena, concentración, amor. Algunos son peligrosos, porque la entrega es verdadera y las intenciones no siempre son recíprocas. Algunas personas quieren controlarte y su abrazo se convierte en un atraco a mano armada. El cuerpo lo sabe y, en lugar de sentir placer, responde emitiendo señales de alarma que recorren la columna vertebral y te congelan.
A veces nos vemos obligados a abrazar sin ganas, por compromiso, a personas cuyo afecto hacia uno es nulo. Seguramente el sentimiento sea recíproco y bueno, ahí estamos, entre los brazos de alguien con quien sabemos que no encajamos, contando cuantas milésimas de segundo son necesarias para soltar al otro sin parecer maleducado. Ese pan sin sal de los abrazos deja el cuerpo tibio.
Los adultos cambiamos los abrazos escurridizos de la adolescencia por abrazos verdaderos, de aquellos en los que te entregas en el otro y abres el alma para que el otro descanse en ti. De los que te tienen meciéndote algunos segundos que quieres que no terminen. Se aprende a abrazar. La parte sencilla es la de dar el abrazo. Bien, pero lo de recibirlo, eso no es tan sencillo. Dejarse querer, aceptar el regalo del abrazo de alguien, bajar la guardia y dejar que el otro te remiende las entretelas, para eso hay que romper el caparazón y aceptar ese momento en el que el otro se regala y te quiere porque sí.
El cielo se debe parecer a estar en un abrazo permanente.