No hace mucho me encontré con alguien a quien conocí en la infancia, y con quien perdí el contacto en los primeros años de la adolescencia. Me sorprendió saber que recordaba de mí algo que yo habría jurado sobre la misma Biblia no haber dicho.
Pero, pensándolo bien, los recuerdos, lo que la memoria de cada uno de nosotros guarda de lo que vivió, no responde a la realidad. La realidad es poliédrica, subjetiva, se mezclan nuestras vivencias en nuestra mente. ¿Acaso no nos pasa a las madres que, a pesar de desvivirnos por nuestros hijos y pensar que jamás olvidaremos cómo fueron, empezamos por confundir qué niño hizo qué cosa, cuándo empezamos a darle fruta o cereales, o dónde les hicimos aquella foto?
Pues, si con algo que se vive de forma tan intensa como la maternidad, nuestra memoria puede mostrarse imprecisa, con el resto de lo vivido, muchísimo más. Conozco de cerca a dos personas que aseguran con absoluta convicción que un hecho pasó de formas diametralmente opuestas. Una de las dos está mintiendo, podréis pensar. Yo he llegado a comprender que, simplemente, cada una lo vivió desde su punto de vista, o bien una de ellas, no fue capaz de asumir una verdad que le resultó muy dolorosa y no pudo hacer más que guardar en su memoria una versión que le resultara mínimamente aceptable.