Mi hijo mayor tiene ahora exactamente la edad que tenía yo cuando tú te fuiste. Le miro en su belleza imperfecta de cisne a medio construir, con sus debilidades y su frágil seguridad en sí mismo y me traslado sin querer al momento en que se me rompió la vida en dos. Parece, en las personas que tenemos naturaleza alegre, que nada perturba el cascabel de nuestra risa. Claro, nadie hablaba en el 86 del duelo en la infancia. Mi madre nos dijo que ibas a ser una estrella, y con eso habría que conformarse. Bastante trabajo tenía todo el mundo para aprender a vivir sin ti como para acordarse de aquella niña que, a pesar de todo, seguía jugando a las muñecas (eran, insisto, otros tiempos).
Lo que sucedió en nuestra familia en el tiempo posterior a tu muerte voy a omitirlo por vergüenza. Solo diré que, para mí, la niña que perdió a su mediopadre, -cualquiera que nos conociera puede corroborar que te quise tanto como a mi padre de verdad, y eso es mucho-, perder al mismo tiempo el derecho al cariño de su tía y de los únicos primos de su edad, fue una dosis de dolor inconmensurable.
Me reia, sí, y luego me castigaba a mí misma por ser feliz sin ti. Dejé de ir a tu casa porque se me hacía indigno que la vida siguiera sin ti como si nada hubiera pasado. Me escapé -hasta que me pillaron- a ver a mi tía a escondidas, pero lo cierto es que no conseguíamos articular palabra, nos abrazábamos y llorábamos todo el rato.
Recuerdo que me regañaron durante la cena de Nochebuena de ese año porque me levanté para irme al salón a llorar, con un presunto ataque de adolescencia. Lo único que me pasaba es que fui consciente de que nunca volverías y en aquel momento no comprendía por qué todos parecían tan ajenos al dolor. Así dejé de llorarte en público. Tardé años en poder ir al cementerio a verte.
He caminado sin tu mano fuerte y rugosa todo este tiempo. Terminé mis estudios, me enamoré de un hombre bueno y me casé con él. Construimos una casa, un hogar y una familia. Tuvimos unos hijos que te habrían vuelto completamente loco de amor. A ellos les hablo de ti. El mayor tiene 12 años y 9 meses, no quiero, no puedo ni imaginarme la angustia en sus ojos si perdiera al puntal de su vida. Ahora ya es infinitamente tarde para que nadie venga a acordarse de mi dolor.
Esta es mi medida del tiempo: nunca es un buen momento para despedir a los seres queridos. Mi abuelo materno falleció a los 66 años sin cumplir, después de un calvario de dolor. El paterno, con 93, entre algodones y sin sufrir. El sí fue testigo de todas las cosas que me han hecho ser la mujer que soy. También de las menos buenas. La providencia quiso que coincidiera prácticamente en el mismo día. Nunca os olvidaré a ninguno de los dos y haré lo imposible para que, desde donde estéis, os sintáis orgullosos de vuestro patito feo.