Le regalé a mi hijo pequeño (a.k.a Bufón, también conocido por Google o Siri) un mapa de rascar, como la lotería de rasca y gana, para que vaya marcando los países en los que ha estado. En abril se va de Erasmus a Alemania unos días, podrá rascar un lugar más.
Aquí estoy, haciéndome a la idea de que dentro de nada se van a ir. El mundo ya no tiene límites para esta generación. China, Canadá, Australia, Argentina o Finlandia, todo les suena aquí al lado, a un clic de su teléfono móvil. Tienen más información en su palma de la mano de la que sus padres y sus abuelos todos juntos podríamos haber conocido en toda la vida. Su objetivo es todo el planeta, este que está entrando en guerra consigo mismo. Se lo imaginan sin límites, porque no conocen bien lo que hay al otro lado, la cara fea de salir de casa a un lugar con inseguridad, a un país en el que no entienden ni una palabra del idioma, sin todas las comodidades del mundo, como agua corriente y luz. Sólo han visto el vídeo de promoción, con sus sonrisas profiden y sus días de sol y playa.
Nosotros vivimos en un lugar tan pequeño y falto de encanto (clima riguroso, empresas pequeñas y otras desgracias que no vienen a cuento), que tengo claro que en cuanto puedan deben irse de aquí. Se me irán, lo asumo y lo temo. Porque cuando uno se va de un sitio como este, nunca regresa.Y, aunque le tengo pánico a que se vayan y se olviden de volver, a cada uno de mis hijos le he regalado un mapamundi para que vayan señalando los países que han visitado (pocos, muy pocos, mi autónomo apenas tiene cinco días de vacaciones al año), para que lo conquisten a su ritmo, para que exploren, conozcan, sepan, gusten, detesten, aprendan, para que sueñen con otros lugares e imaginen otras vidas.
Debemos darles alas para marcharse y raíces para volver. Espero, pues, que vuelen adonde quieran, mejor si los padres pudiéramos llegar en tren y con un idioma más o menos reconocible, mejor si ellos dos están cerca, porque se quieren, se ayudan, se necesitan. Y entonces nosotros nos instalaremos a su lado para no perdernos nada de sus vidas y de nuestros nietos. Así que también yo acaricio el planeta con ojitos de amor, a saber dónde terminarán mis huesos.
En fin, las raíces llevo trabajándomelas desde hace 20 años y las alas llevo poniéndoselas desde hace ya tiempo, como si no me importara que se marcharan al quinto pino, luciendo sonrisa y empujándoles al borde del nido, fingiendo estar segura de lo que hago. Vete haciendo a la idea, princesa, necesitaremos maletas.