Basta comparar un poco. Cuando eramos pequeños no teníamos Campus deportivos, ni piscinas en el jardín, ni ganas de cuadernos de vacaciones (ventajas de sacar buenas notas, oiga). No teníamos a los papás toda la tarde dándonos la vara. Ni la Wii, ni la XBox, ni el ordenador. Ni siquiera tres canales de televisión, ni programación infantil mañana tarde y noche.
Asaltábamos a las abuelas en la cocina para confiscar una rebanada de pan que ya estaba seco, con un trozo de chocolate duro, o una loncha de queso de bola. O pan con vino y azúcar, una sofisticación no apta para las actuales mentes estrechas.
Las tardes de verano se hacían eternas, había que improvisar. El campo nos lo ponía fácil: higos y ramas, hojas y piedras, acequias y calles sin coches.
En cuanto desembalé mis nuevas butacas de la Maison sueca por excelencia, me vestí de niña por un segundo y supe que iban a ser diversión para toda la tarde, para toda la semana, seguro. Ellos, hijos de su generación, me miraron atónitos... ¿Y qué hacemos con ellas? Lo que queráis: una granja, una casa, un sofá, un avión... ¡lo que sea excepto bajar las escaleras con ellas!
Ganó el avión por unanimidad. Les pedí que se organizaran, el compañerismo era condición sine qua non...
... y la cumplieron a rajatabla: uno diseñaba y el otro aplicaba el diseño.
Tijeras, cola, pinzas de al ropa, rotuladores, bisturí...
...y ya solo les quedaba disfrutar de su viaje con Aerolíneas BB.