Me sorprendes por la enorme fragilidad que encierra ese verbo rápido y elegante en el que te envuelves. Sin embargo, a pesar de tu admirable capacidad de autogestionar tu vida, tu forma de contactar con los demás, tu magnetismo, tu poder, llega él y te rompe en mil pedazos de un soplido.
Te quebranta, y no te das cuenta, porque se introduce en las más diminutas fisuras de tu alma y, como agua que se hiela, rompe la piedra más dura. Porque no te dice que no te quiere, sino lo contrario. Con esa suavidad logra llegar a lo más profundo de tu ser; y allí siembra su indiferencia y te fractura, de la forma más dolorosa y terrible.
Por eso te insisto tanto en que interpongas una distancia entre vosotros, para que no pueda herirte más. Así, rota, no puedes ver con claridad. Si cruzaras a este lado, lo verías nítido y cristalino.
Parece una simple cuestión de energía. Bien sabes que la energía no se crea de la nada. Digamos que tu fuente de energía sería esa fractura del alma que él te ha causado ya –dices que sin querer, y yo te creo-. Al principio no era más que dolor, tristeza, un sufrimiento profundo e inconsolable que te bloqueaba. Ahora esa energía es rabia, fuerza incontrolada que, lejos de servir para nada, te desgasta y te deja el corazón en carne viva, que, sin querer, hiere al pobre que pasa por allí (un hijo, un buen amigo).
¿Imaginas poder transformar toda esa energía en luz, en movimiento, en impulso? Tal vez en lugar de quedarte firme, de pie, esperando a que él vuelva o cambie –y no cambiará porque no admite ser el problema- deberías dejar que la energía fluya a través de ti y se transforme. Debes hacerte porosa a aquellos que de verdad quieren, queremos lo mejor para ti; relájate y disfruta del vaivén suave, como quien se mece en un columpio. Ninguna sensación se puede comparar a la brisa que se enreda en el pelo cuando vuelas impulsado por alguien que sólo quiere verte feliz. Venga, sube, ahora doy yo.