A veces pienso que tuve suerte de encontrarte en mi camino. Y te lo digo, y me miras desde el otro lado de tu muralla sin agujeros y me dices que es verdad, que tuvimos suerte los dos. Y yo sé que yo tengo más suerte, que yo sin ti...
Y entonces entro al lugar ese tan secreto de tu coraza, donde estás desnudo y sin huesos, y nos hacemos un ovillo como dos gatitos recién nacidos, y pienso que los dos, los dos tuvimos suerte.
Alguien se preguntaba, en qué nos basamos para elegir al padre de nuestros hijos.
Yo te encontré con la adolescencia a medio construir, la mía y la tuya. Recuerdo cuánto me resistía a aquello que me empujaba a no poder no amarte. No quería saber con tanta certeza que tú eras mi yo. Pero era una verdad que echaba raíces sobre mis pies en ti. Y me resigné a ese amor inevitable porque, sencillamente, era perfecto.
Si tú eras todo aquello que me faltaba, sólo podríamos crecer hacia otros, hacia esos hijos que tendíamos que tener. Y cuando los niños no llegaban, o llegaban y se iban, y cuando llegaron y por fin se quedaron para siempre, nunca dudé de que nadie podría ser el padre de mis hijos si no eras tú.
Así que tengo la respuesta a la pregunta: te elegí como padre de mis hijos, porque eras perfecto para mí, para nosotros. Además, ¿les ves? son todo lo mejor de ti y de mi. Y saben que nos queremos y que, en el fondo, ellos son lo primero pero se irán y nos quedaremos queriéndonos cuando ellos encuentren a sus ellas.
No me hagas mucho caso, estoy tonta, te veo enamorándote de mi, y de repente me acuerdo de cómo era al principio, se me para a ratos el corazón.
Me voy a hacer la cena.