Sé que me leen muchas madres. Apuesto que un buen número de nosotras echamos de menos nuestras figuras preembarazos. Muchas de nosotras engordamos un número considerable de kilos que, en el mejor de los casos se esfumaron después de la lactancia y de las noches sin dormir y que en el peor, se nos quedaron enroscados en la barriga acompañándonos en forma de alegres buñuelos.
También sé con certeza que ni una sola de nosotras renunciaría a la maternidad por volver a tener el cuerpo de antes. Es más, muchas de las madres tienen cuerpos esculturales. Siguen siendo mujeres bellas, que saben vestir bien, profesionales que compaginan los viajes hacia las extraescolares de sus hijos con la compra y hacen hueco entre dos reuniones para llevarles al dentista y renuncian a ir al gimnasio para poder pagarles mejores clases de inglés. Bueno, hablo en tercera persona, pero yo soy una de ellas, no tan bella y escultural, pero mi marido sigue mirándome con lujuria de vez en cuando.
Una de las cosas que te enseña la maternidad, como el viento que doblega con firmeza pero suave a las cañas de bambú, es a ser respetuosa. Cuando habías juzgado con severidad a aquellos padres que no sabían controlar a su prole maleducada, te encuentras con la cara colorada en la cola de un supermercado porque tu hijo quiere un chupachup, y vive Dios que no se lo piensas comprar. Respetas a aquellos que prefieren el colecho, aunque tú pienses que es peligroso para el niño, y jamás lo hayas practicado. Porque cuando tú recorriste los diezmil metros pasillo tres noches seguidas le habrías vendido tu hijo a un mercader turco. Respetas, incluso a aquellos que deciden no tener hijos porque se les estropea la figura y la libertad.
En cambio, es una práctica que ya he visto algunas veces por parte de los ahora llamados Sinhijos, la de insultar, tratar de ofender y despreciar a aquellos que apostamos por seguir el mandado más noble de la naturaleza, que es el de continuar la especie. De hecho, es el segundo nivel, el primero, preservar la propia vida.
Dejo aquí el
enlace de alguien a quien no puedo desear más que tener que tragarse sus palabras cuando tenga sus propios hijos, si es que algún día decide reproducirse.
Miren, no sólo es algo natural, intrínseco en la esencia de cualquier ser vivo, animal o vegetal, incluso los protozoos y las amebas existen sólo para multiplicarse. Además es el acto más noble que cualquier mujer puede realizar en toda su puñetera existencia. El colmo de la generosidad, dar su cuerpo, ceder su belleza al ser que lleva dentro. Dejar de dormir, alimentarse para que él reciba los mejores nutrientes, cambiar de talla, padecer achaques nada agradables, como hemorroides, mareos, ciática, contracciones. En el momento del parto se produce un nivel de dolor intolerable en cualquier otra situación. Y todo eso no es más que ser un animal que se reproduce. Claro, que qué vais a saber tú y tu envidia cochina, de lo que supone el amor de una madre hacia esa criatura.
Si algo lamento especialmente de tener hijos varones es que ellos estarán privados de esa maravilla tan grande que nunca seré capaz de explicar, aunque aquí lo intenté
La herida
Y entre el mar de besos supe que quería ser nosotros, y te lo dije, y tú también querías.
Y aquel deseo se nos resistió, con la tozudez de la mano que te corrige una y otra vez la caligrafía. Y ya estaba herida.
Y cuando se hizo burbuja, hubo más besos, y luz de luna redondeando mis curvas bajo tus caricias.
Y una tímida ala de golondrina tocó por primera vez mi vientre y quedé herida por siempre. Aquella herida del alma, herida de amor, herida de madre, herida de vida.
Y el día que mi cuerpo se rompió por él, y olí por primera vez a mar y a sangre, el día que conté por primera vez sus dedos perfectos y temí por su fragilidad, sentí palpitar el dolor, el dolor de la herida.
Mis senos alimentaron sus sonrisas y mis manos acariciaban sus minutos, y entendí que ya nunca cicatrizaría, que llegarían las noches de desvelo, los dientes, el olor a galleta, los virus malditos, las zapatillas diminutas, los niños que pegan, la lluvia y la niebla.
Y mientras, volví a empezar a sentir una nueva ala de mariposa, y llegó una herida nueva, y seguía con la antigua, y las fotos, los abuelos que besan, los celos, el amor por dos, amor al cuadrado hasta el infinito y más allá, la herida sobre la herida. Y más desvelos.
Y sin cerrar del todo, llega la primera excursión con el colegio, los compañeros que les dan la espalda, la primera vez que se quedan en casa solos, se ha roto su mochila, se han quedado cortos los pantalones casi nuevos. Y sentirían la ilusión inmensa de ver nacer gatitos, y el primer rosal pinchará su dedos por querer hacerme otro regalo y, a cada paso, un escozor en la herida.
Y lloraré con su dolor cuando les llegue el mal de amor y una puñetera les rompa el corazón, y moriré de orgullo cuando les gradúe la vida para ser importantes para alguien, y sufriré cuando el trabajo les preocupe, cuando les acompañe en su dolor de barriga junto a un altar.
Y mi herida se hará infinita cuando ellos sean padres y les haga la primera fotografía con un retoño que ya no se parecerá tanto a nosotros, y besaré a la madre de esa criatura y le contaré que estará herida para siempre, y sabré que no podrá volver a dormir tranquila. Y me veré en la vejez de mi abuela, que siendo anciana, sigue herida por la herida de mi madre y ella, por mi vida.