Lo he leído en sus ojos cansados mientras hacía preguntas que parecían tan fáciles desde el interior de su bata blanca...
-¿Quién es esta chica que te acompaña? -me señalaba a mí.
- No sé.
- ¿No la conoce? -hace tiempo que no nos conoce a ninguno, pero inevitable sentir esa punzada al escuchar la respuesta:
- No
- ¿Es de su familia?
- No... -soy su nieta, la hija de su hijo, estaba por recordarle, pero, ¿de qué hubiera servido? Si ni siquiera se acuerda ya de cuando se iba con su mejor amigo a pescar al pantano con su barca.
Y él no es el que está peor. Ahora es ella, su mujer, la que ya no recuerda, la que no es capaz de articular una frase entera, la que a penas si comprende cuando hablas.
Y me he estado fijando en los ojos del neurogeriatra que les conoce desde hace tiempo, haciendo recuento de que ya ha llegado, dándole maquillaje a las palabras para que mi tía y yo supiéramos que la cuenta atrás ha empezado, más bien, se ha acelerado.
Y luego he seguido mirando en sus ojos, los he mirado otra vez, y me he puesto en su lugar, contando siempre pequeños retrocesos a las familias de los ancianos, repitiéndonos que el proceso no tenía vuelta atrás, que no mejorarían, cómo sería, probablemente su deterioro. Que sólo quedaba...
- Disculpe doctor, -le he cortado- que esa me la sé... ¿conoce este libro? -le he enseñado una foto de la portada de mi libro.
- Sí (sonrisa)
- Lo he escrito yo, ya sé lo que hay que hacer.
- (sonrisa) Ya lo sabes, eso justo eso es lo que necesitan, que les acompañéis, vuestro cariño.
Y me ha seguido pareciendo que su trabajo, a pesar de esa media sonrisa circunstancial no dejaba de ser de un triste color gris, porque siempre se acaba constatando la triste realidad de la vejez. Y, si bien sus tratamientos y consejos ayudan a sobrellevarla mejor, no deja de ser un viaje de no retorno. Me ha parecido un gran profesional, pero he sentido una punzada de tristeza empática por todo lo que escucha, lo que ve, lo que calla. Gracias, Doctor.