Escuchaba esta mañana la radio, hablaban de las canciones que nuestros padres llevaban en aquellos coches cargados de críos que se cruzaban las Españas en los tórridos veranos de la Piel de toro.
Como introducción, yo me mareaba mucho. Mucho quiere decir, que cerrando los ojos en un ascensor podía marearme un poco. Mi récord absoluto lo tengo por haber vomitado en un trayecto de... ¡¡un kilómetro!!
Para colmo de mis males, mi padre tenía un Citroën, no recuerdo bien si un GS o un CX como el de la foto,
Bueno, para los que saben más de coches, lo único que recuerdo con claridad es que al arrancar, el culo del coche subía un palmo y era lo más parecido a una barca sin agua que se puedan imaginar.
No me llevaban a muchos sitios, ciertamente era una tortura china para mí viajar. Pero ah, la playa, me encantaba, y la única forma de ir era en el cacharro ese del demonio, por la vieja N-240 que estaba aún peor que ahora. Mi padre se compadecía de mí e íbamos un trocito por autopista, pero el paso por Picamoixons no me lo quitaba nadie. Llegada a un punto concreto de esa carretera que sería capaz de señalar, no podía aguantar ni un segundo más, así que parada rigurosa a echar la papa y continuar. Después de correr y chapotear todo el día, cuando por fin se me había pasado un poquito el mareo, tocaba volver.
Nuestro compañero inevitable de viaje era Antonio Machín. Así que El manisero, Angelitos negros, Toda una vida, Ya doblan las campanas, eran las canciones que me acompañaban, de forma que, aunque no estuviera montada en un coche, escuchar el chaschás de las maracas y empezar a marearme era todo una.
Hasta que en segundo de carrera, me dio un ataque de Machín, que mi vecina Cristina aún recuerda, porque la despertaba muchos días con Dos gardenias... Ya me disculparán mis damnificados, pero hoy le he encontrado una lógica aplastante: con el dulce son de su voz encontraba la de mi padre cuando estaba lejos de casa.