
Hace tiempo que el espejo me devuelve la imagen de alguien que se parece a mí.
Ya, ya, no puede ser otra persona que la mía. Pero ¿cuándo me han salido canas? Ah, sí, recuerdo la primera, a los 19 años. La muy indiscreta salió justo en mitad del nacimiento de mi cabello, en la frente, para no pasar desapercibida. Mis mofletes desaparecieron al perder el peso ganado por los embarazos. Y en algún momento entre un invierno y un verano la luz de mi piel se esfumó. Aunque, si miro un poco más, en la luz de mis ojos sigo viendo aquella chica que fui.
Nunca tuve síndrome de Peter Pan, porque nunca fui una niña, sino más bien una vieja en un cuerpo pequeño, viviendo una infancia tranquila. Disfruté de todos los momentos de mi vida y fui feliz jugando con muñecos, y supe que querría ser mamá. Mi adolescencia estuvo rodeada de problemas que se añadieron a sus propias dificultades. Mi juventud fue bonita, tiempo de aprendizaje y de amor. Y de lucha.
Luego llegó la locura de la maternidad, la más grande de las aventuras que jamás viví.
Y en algún momento se supone que dejé esa juventud y me convertí en una persona de edad indefinida, porque, a los 36 años, qué se supone que soy ¿joven? ¿madura? ¿mayor? ¿?
Bueno, sea cuál sea su nombre, estoy viviendo un tiempo de actividad frenética, jamás había hecho tantas cosas al mismo tiempo y, a su vez, jamás esa hiperactividad me había producido tanto placer.
Seguiré buscando en el espejo aquella que yo creo que soy, aunque si no la encuentro, tendré que aceptar a esa extraña.